
El anhelo más antiguo del hombre ha sido el de emular a su propio creador, de convertirse a su vez en una deidad. Ya en la mitología griega clásica, el personaje de PROMETEO, el titán que robó a los dioses el fuego para los hombres, y que en algunas versiones fue él mismo el creador de la humanidad, inspirando a muchísimos creadores posteriores para referirse a la osadía del hombre de hacer o poseer las cosas divinas, entre ellas el poder de crear vida como un Dios (al margen del proceso natural de la reproducción).
Castigado por su pecado, Prometeo fue encadenado por los dioses a una piedra y condenado eternamente a la tortura de que un águila le devoraba el hígado, que le volvía a crecer y ser devorado de nuevo en un círculo sin fin.
«Desata el huracán de tus furores, / redobla mi tormento; / que ya viene el Titán que ha de vegarme / el TITÁN INMORTAL DEL PENSAMIENTO…» Esquilo

Siglos después de Esquilo, una mujer invisible «parió» a su hijo más querido, el más odiado y el más infeliz, y retomaba el mito clásico desde una perspectiva romántica.

Todo se ha dicho ya sobre esta obra inmortal, cuyo subtítulo era «El moderno Prometeo», otra vez el mito clásico revestido de una capa de trágico drama romátinco, desgarrado y horrendo, sobre la (ir)responsabilidad del creador, y sobre la soledad absoluta y la incomprensión de la criatura creada.

Con el devenir de los años el cine retomó desde muy pronto el mito, actualizándolo y dibujando una humanidad alianada, sin esperanza y sin futuro (jejeje que le den por saco a Nostradamus).
Fascinante obra fundacional de ciencia ficción con reminiscencias del marxismo, surrealismo, futurismo, cubismo, dadaísmo…La pareja creadora (y matrimonio en la vida real), el director Fritz Lang y la escritora Thea Von Harbou, seguirían unos años después caminos diametralmente opuestos, ella se convirtió al nazismo y él abandonó Alemania rumbo al exilio (era judío).

Casi todas las grandes ideas y mitos de este mundo, más antiguos que la propia idea de deidad, se han ido repetiendo siglo tras siglo, deseamos ser creadores, y mirar a nuestro creador a sus siniestros ojos, y poder escupirle en la cara y demostrar que podemos ser más grandes e inhumanos que ÉL/ELLA.
En la década de los años 70 dos películas de serie B, se convertirían con el devenir de los años en referentes de nuestra cultura del siglo XXI. La creación de vida artificial con el único objetivo de nuestro recreo y divertimento, parques de atracciones realistas, donde poder desatar todas nuestras oscuras pasiones.
Pero unos años después apareció la película que cambiaría para siempre el futuro de la ciencia ficción.
Fascinante, hipnótica, visionaria, absolutamente rompedora, el sueño de la creación copiada a los mismos dioses, más perfectos que los propios humanos, con sueños, recuerdos, traumas, esperanzas y tan frágiles como su humano creador.

El mismo juego perverso tras más de dos mil años, el creador esclavizador de sus propias criaturas, que muestran más frágil humanidad que el propio hombre creador.
El siglo XXI ha dado una nueva vuelta de tuerca al mito, y en el año 2016 la gran plataforma de streaming (Netflix es el mercadillo de la televisión por cable), HBO estrenó la fascinante WESTWORLD, basada en las dos películas de los años 70, y creada por el hermano de Christopher Nolan, Jeremy, un viaje apasionante por la filosofía del creador, y la complejísima relación entre dios creador y criatura creada, con un elenco apabullante.






Con una maravillosa intro.
«Soñé en sueños eléctricos universos de metal, carne y almas sin dolor, sin miedo al futuro. Soñé con cielos electrificados, con viento extraño y metálico, con luces led, con crucifijos de cables y antenas, con ojos sin brillo. Soñé que era yo el que soñaba sueños sin tiempo, almas sin condena, manos sin tacto y cuerpos sin calor, me miré en el espejo de mi propia pesadilla y descubrí que yo era el creador loco, y el esclavo de mi conciencia. Y al despertar comprendí que vivía dentro de mi pesadilla, sin redención, sin conciencia y sin futuro, porque el propio futuro me había consumido…»

Una respuesta a «Almas de metal»