Fracasos

Había una escena de una película del pederasta más famoso de la historia del cine en activo (y no es el polaco, es el americano), en la que él, con ese cuerpo escombro que se gasta, y otro efebo alto, rubio, hercúleo y de ojos azul metálico, se enzarzaban en una conversación con tintes surrealistas..

«pues yo fui campeón de ajedrez estatal cuando estaba en el instituto (dice el esmirriado), a lo que el hercúleo le responde, pues yo soy el campeón nacional más joven de la liga universitaria. No desanimado de la primera, embestida el esmirriado comenta yo estoy haciendo un master en matemática aplicada, y el joven apolíneo responde pues yo estoy compaginando uno de filosofía del pensamiento con otro de ingeniería social. Y en una última embestida, no exenta de heroísmo, nuestro protagonista esmirriado apostilla te parece que hablemos ahora de fracasos de todo tipo…»

Siempre me pasa igual, soy un eterno aspirante al fracaso, que casi siempre lo termina consiguiendo. Mi última decepción ha sido presentarme al concurso de la editorial malagueña Ex libric «relato 48», el resultado ha sido un mojón para mí, por supuesto. Pero, como nuestro personaje de la historia anterior, me jacto de mis fracasos (no como otros que no tienen abuela, ehhhh señor Chica), y me incentivan a seguir en mi senda, porque yo soy un escritor sin esperanza, que necesita escribir para vivir, sin ninguna pretensión.

Así pues, yo me lo guiso y yo me lo como, aquí está mi «mierda de relato», afilen los cuchillos y juzguen ustedes:

El canto del gallo me despierta temprano como cada mañana. Miro perezoso desde mi catre los rayos rojizos que se cuelan temerosos por las rendijas de la ventana. El imperio de la luz que va inundando poco a poco todos los rincones de mi pequeño reino, una pequeña cabaña de madera de una sola habitación, decorada con una pared llena de ajados y polvorientos libros, con una sólida mesa de madera y una silla, un pequeño hornillo como cocina, unos estantes con mis pocas provisiones, un perchero metálico de pie con la ropa suficiente para sobrevivir, y algunos aparatos electrónicos vestigio de otra época, un comunicador omnimodal y un pequeño equipo de música mp3. Esta es mi “platónica” caverna, a 30 kilómetros alejada de cualquier otro vestigio de civilización.

Afuera comienza gradualmente el coro de todas las mañanas, donde una orquesta compuesta por un puñado de gallinas, un par de cabras y un perro viejo, se conjuran para iniciar el concierto diario, y que sólo tiene por objeto captar toda mi atención. Si lo pienso fríamente, son el único nexo que me ata a este mundo moribundo y decadente, del cual me retiré por propia voluntad hace ya casi 20 años.

El primer paso que doy al levantarme, es el que decidirá el resto de mi día, el que determinará que no pase tumbado horas y horas, mirando al techo, vagando sin rumbo por los intrincados e interminables pasillos del palacio de mi memoria, el lugar en el que realmente habito desde que decidí dejar atrás el mundo de los muertos en vida, una sociedad que lleva más de un siglo suicidándose colectivamente lenta e inexorablemente.

Pongo un poco de agua a calentar, y salgo afuera donde me ciega esa luz lechosa, rojiza y contaminada, que es el decorado permanente de nuestro mundo moribundo. Mi familia animal me reclama impenitentemente con ladridos, cacareos y balidos, para que reponga su alimento, y se pelean como niños en un patio de colegio por mis escasas muestras de cariño. Mi única ración de sociabilidad diaria con otros seres vivos, y la única razón de mi existencia. Siempre pienso que cuando muera el último de ellos, me colgaré de uno de los pocos árboles que rodean mi cabaña, es el jodido pensamiento recurrente que acompaña día tras día.

Cuando compruebo que todos ellos estás saciados y tranquilos, entro de nuevo en la cabaña, y me  sirvo un té hirviendo, y mientras espero a que se enfríe, enciendo el equipo de música, y busco la carpeta de Kandance Springs, aquella cantante mulata de principios del siglo XXI, de cara pecosa y melena imposible, que murió hace ya más de 50 años, y su voz cálida y sedosa, maridada con las teclas de su piano, inunda todos los rincones de mi alma dolorida, con las estrofas de “Place to Hide”:

Si estás sólo en cualquier momento,

puedes hablar conmigo.

Cuando los problemas inunden tu vida,

yo siempre estaré

para curarte y protegerte de todo,

de la mejor manera que lo sé hacer.

Cualquier cosa que quieras de mí,

llámame de día

llámame de noche

llámame cada vez que necesites que alguien te abrace.

Las lágrimas en tus ojos

se habrán ido

y se secarán,

y si aún sientes que no puedes enfrentarte al mundo de fuera,

déjame ser tu lugar donde refugiarte

He pasado toda la mañana terminando de acondicionar, con un poco de madera, el corral de los animales, sin ser consciente del paso del tiempo, pero cuando el sol se notaba alto entre la roja neblina, me he aseado en la pila exterior, y empapado de agua he entrado en la cabaña, para secarme, cambiarme de ropa, y para comer una de las pocas latas que me quedan, y que está a punto de caducar, ya llevan conmigo más de diez años.

Tras la frugal comida, me he tumbado en el catre, y un ensueño liviano ha eclipsado toda mi caverna, el sueño de otra vida, en otro mundo, entre altos edificios, inundado de ruido de tráfico, mirar de vidas que se mueven a oleadas, que se estrellan contra los muros de acero y cristal, sueños rotos…

Cuando consigo abrir los ojos, las sombras van ganando la batalla a la luz rojiza y mortecina, pero un parpadeo en el comunicador omnimodal capta toda mi atención. La luz azul metálico que repiquetea entre las sombras de mi cabaña, me hace intentar recordar cuando fue la última vez que recibí un mensaje de ese otro mundo que sentía perdido, y cuál fue el motivo para ello, y ya no lo recuerdo, al igual que la razón que me trajo aquí huyendo de mí mismo hace tantos años ya.

Con una mezcla de curiosidad y miedo, despliego la pequeña pantalla y pulso el botón de mensajes entrantes. En un flash de luz aparece la imagen de un hombre canoso y lleno de arrugas, mi ex compañero en el Centro de Seguridad Interior de Boston, Hall Meis, que con una voz maltratada por el tiempo y el alcohol de mala calidad, me habla desde los confines de otro tiempo:

T.T. no me habría puesto en contacto contigo si no fuera verdaderamente importante – comenta con ampulosa serenidad – Kitty murió anoche en su apartamento.

La imagen se apaga, y la oscuridad se abate sobre todo mi universo. Entierro mi cara entre las manos llenas de durezas y callos, y la puerta de la última habitación, perdida en el Palacio de mi Memoria, se abre con una ráfaga de dolor y amargura vital, esa puerta que quedó sellada para siempre hace más de 20 años.

Ahora que me voy acercando a Boston, por una carretera solitaria y tortuosa, en mi todo terreno regalo postrero del Centro de Seguridad Interior, todos los muros de contención que había construido en mi mente durante todos estos años, se vienen abajo con el peso de la vida que dejé enterrada entre las torres de esa maldita ciudad a la que me dirijo, cementerio de mis anhelos, y mis sueños rotos, y el viento que entra por mi ventana, me trae los ecos del nombre de la única mujer a la he querido de verdad en toda mi maldita vida.

Al llegar al puesto de seguridad de acceso a la ciudad, enseño mi placa desgastada al agente que me solicita la identificación, que estaba enterrada en el fondo de la guantera:

Titus Tollman, consultor del Centro de Seguridad Interior

Me hace un saludo con cierta familiaridad, y me abre los accesos a la ciudad de la que me fui sin mirar hacia atrás, y de la que juré no volver a pisar en el resto de mi vida. Otra promesa vacua que se ha llevado el viento del tiempo.

Circulo despacio por calles que ya no reconozco, y me cruzo con rostros de expresión vacía y mortecina, vestidos con ropas de oscuros colores. La capa de protección ambiental de la ciudad, hace que las luces nocturnas se reflejen en el sucio cielo, devolviendo miles de puntos de luz fría y casi sepulcral.

Tras un tiempo que se me hace eterno callejeando por esta ciudad de muertos en vida, aparco delante del edificio que se alza entre las brumas de la noche, como el cuerpo de un titán de una época remota, y que llora los pecados de esta ciudad maldita, con las miles de lágrimas, que una tenue lluvia escurre por sus paredes de cristal. Tremont Street nº 25, planta 48, puerta 24, no pensaba tener que volver aquí de nuevo.

Al salir del ascensor, y llegar a la puerta de su apartamento, me reencuentro con mi compañero Hall, avejentado y barrigón, cabizbajo y fumando de un vaporizador con forma de cigarrillo. Cruzamos nuestras miradas, y me indica con un sutil movimiento de cabeza que pase al apartamento.

El corazón me va a estallar dentro del pecho, y su furibundo latido me resuena en los oídos, el apartamento se encuentra tenuemente iluminado con una luz indirecta. Todo está tal y como lo recordaba, nada se ha movido de su sitio en estos últimos 20 años, la pulcritud y el orden lo inunda todo. Paseo la mirada por todo el pequeño salón, y veo dibujadas en una de las ventanas con carmín rojo 2 letras:

T T

Siento náuseas y mareo, y salgo del salón y me dirijo al pequeño dormitorio. Encima de la cama, y de espaldas a la puerta, veo el holograma de una hermosa mujer desnuda, con un brazo colgando fuera de la cama, y un bote de pastillas en la mano. Caigo de rodillas y mis dedos se cuelan entre la imagen holográfica de su brazo muerto. Miro a la mesilla de noche, y veo una fotografía de antiguo formato en papel, de dos jóvenes cogidos por la cintura, que miran a la cámara, recuerdo ajado de un día festivo de hace ya 25 años, en el parque central de Boston. Cojo la foto y le doy la vuelta, y leo una frase escrita en el reverso, con letra pulcra y limpia de mujer:

“Para que los ojos puedan recordar, lo que el corazón puede olvidar”

Marzo 2071

Me guardo la fotografía en un bolsillo de la chaqueta, y salgo del apartamento sin volver a mirar atrás en ningún momento. En la puerta Hall me mira con ojos cansados y lastimosos, y dice:

  • Llevaba tres días muerta cuando la encontramos, su empresa dio la señal de alarma cuando pasaron tres días sin que acudiera al trabajo. Nos llamaron al Centro sabiendo la relación que la unía a ti.

Su tono impersonal y frío me hace preguntarle:

  • ¿Supiste algo de ella después de que me dejara?

Él con tristeza responde:

  • Me la encontré una año después de que dejaras el cuerpo y te marcharas, me contó que se había sometido a un borrado de recuerdos afectivos, que quería empezar su vida desde cero, por eso no termino de entender por qué escribió tu nombre en la ventana antes de irse. La naturaleza de los sentimientos humanos es un misterio.

Sus palabras retumban en la inmensidad del Palacio de mi Memoria, en el camino de vuelta a mi retiro voluntario. Cuando llego, el sol rojizo ya ha desplegado toda su parafernalia sobre un mundo que ya no será nunca el mío.

Entro caminando despacio en la cabaña, y busco en la estantería un libro de poemas de Robert Frost, el poeta de principios del siglo XX. Rebusco entres sus páginas, y encuentro una pequeña fotografía, donde el rostro de una joven mujer, de pelo moreno y corto, cejas finas y arqueadas, y ojos oscuros y penetrantes como la noche, me mira profundamente, con un rictus pintado de carmín en sus hermosos labios. De pronto comprendo que esa es la mirada que llevo clavada en mi alma desde hace 20 años, la que siempre había querido olvidar, la que se me metió dentro y me hirió hasta destrozar toda mi cordura, la mirada que cerró las puertas de mi vida, y abrió las fronteras de mi exilio sin retorno.

Guardo la foto que cogí de la mesilla de su casa entre las páginas del libro, y leo por última vez en mi vida el poema de Frost “El camino no elegido”.

Dos caminos divergían en un bosque amarillo,

y presuroso por no poder tomar los dos,

y ser un solo viajero, allí me detuve largo tiempo,

escudriñé todo lo lejos que pude

hasta donde se perdía en la maleza

Después pasé al siguiente, tan bueno como el anterior,

que tomé imparcialmente,

y habiendo supuesto la elección más acertada,

pues era tupido  y podía ser usado,

aunque en cuanto a lo que ví allí,

habría elegido cualquiera de los dos.

Y ambos esa mañana yacían igualmente,

iOh, había guardado el primero para otro momento! ,

y sabiendo el devenir de los acontecimientos,

dudé si alguna vez volvería a aquel camino.

Y dentro de muchos años entre suspiros repetiré sin pausa:

Dos caminos se abrían en un bosque,

elegí el menos transitado de ambos,

y  esos supuso toda la diferencia.

Ahora mi «cariñosa» dedicatoria a la editorial Ex Libric, METEOS VUESTRO CONCURSO Y VUESTRO PREMIO POR DONDE OS QUEPA. No tenéis ni puta idea de las referencias y el trasfondo del relato, hecho de un tirón y sin apenas corregir. Me la pela vuestro criterio de mierda, ahora este relato lo van a leer en todo el mundo, y que lo despellejen, me importa un huevo. Me avalan más de 40.000 visitas en todo el puto mundo, sabéis donde está Aruba? cuantos libros habéis vendido en Aruba pedantes?

Gracias mundo

Y a tí mea pilas que te jactas de tus victorias, hostias que fácil es eso, jáctate de tus fracasos, este blog no tendrá estilo, ni forma, ni belleza, está escrito a golpe de rabia, sangre, dolor, cicatrices, humor negro y mucha mala baba. Q U E O S D E N, Y DE PASO QUE SE JODA TAMBIÉN SABINA, QUE HACÍA TIEMPO QUE NO LE ATIZABA.

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